Unos brazos caídos cuelgan desde los hombros, desnudos de vergüenza, expuestos a la luz de una vela.
La señora que proviene de la naturaleza le dijo a través de sus ojos, hablando por su iris, que su cuerpo necesitaba hacer algo, dar energía, sacar lo que llevaba dentro. Estaba pletórico de una energía que se lo comía.
Y en la piel de cada codo empezaban a echar raíces, a tejerse una enredadera de camino al corazón, de flores, de hojas, de mariposas.
La naturaleza la quería.
Ella se dejaba querer y levantaba los brazos al alto cielo. Y la luna quería salir y contemplarla. Quería bañar sus brazos de luz, hacerla suya, de su polvo, de sus grietas.
Y esos brazos le bailaban el agua, le mojaban las estrellas.
Se producía la danza del martirio, la danza de redimir las penas, de acallar los demonios, de reparar los latidos de su cuerpo. Y la luna le sonreía, apagándose en un adiós, dejando salir al rey Sol.
El rey Sol la besaba acostada en la tierra, la besaba por todos lados, le daba calor por todos los rincones, la nutría de vida, le quitaba el frío y esos brazos cogían calor, ya no eran macilentos.
El triunfo del Sol le pintaba lagunas de lágrimas, le regaba el alma. Acariciaba sus recuerdos y los envolvía de protección.
Ella quería al Sol y él la quería a ella. Ella quería vivir y el Sol le daba la vida.
Ella se deshace si el Sol la toca demasiado, pero solo por el bien de arder sus demonios.
Y la vela se apaga, y los brazos se aquietan, se relajan en un suelo lleno de espejos rotos donde cortan sus manos y pintan sangre viva por sus dedos, los chupa y vuelve a ser ella, llevando la luna, llevando el sol, llevando el yin y el yang. El negro, el blanco y el gris.